miércoles, 27 de mayo de 2015

EL SR. PARDO, GRAMÁTICO PARDO (TALLER DE ESTILO)


               

EL LENGUAJE

POR EL SR. PARDO, GRAMÁTICO PARDO

In principium erat verbum, en el principio fue el verbo, o lo que es lo mismo, el sonido, no confundir con el lenguaje escrito que llegaría bastante más tarde. Todo lenguaje es una comunicación, si utilizamos la palabra o verbo, será lenguaje hablado, si el gesto, lenguaje gestual y si la escritura, lenguaje escrito.

Todos imaginamos, porque no estuvimos allí, presencialmente, que el primer lenguaje de nuestros antepasados fue el gestual. Nada más fácil que hacer el gesto de que te doy con la cachiporra si no te callas. El lenguaje verbal ya requiere una elaboración más profunda y una evolución prolongada en el tiempo. Emitimos sonidos pero eso no supone el nacimiento de la ortografía y la gramática. Estas solo nacen a la vida con el lenguaje escrito. La razón puede ser tan válida como inválida, unos sonidos son más representables que otros y a veces es obligado representar sonidos parecidos de distinta forma.

Con el nacimiento del lenguaje escrito nació la señorita ortografía y la señora gramática, o lo que es lo mismo el bifronte o trifonte o como se quiera ver, señor Estilo o petimetre de la lengua. A partir de ese momento ya no fue lo mismo escribir con “h” que sin “h”, algo que en el lenguaje verbal nos traía al pairo porque “humor” suena lo mismo que “umor” y además tiene menos letras. Los filólogos se parten la cabeza buscando causas, ancestros, generatrices y generadores. Hubo un primer lenguaje que se bifurcó o crió hijos o nacieron varios lenguajes a la vez que se volvieron híbridos con la convivencia y la intimidad. Los filólogos son muy suyos, pero a nosotros nos vale con saber que ahora, en este preciso momento, unos dicen que hay que escribir de una determinada manera y otros no están de acuerdo, bien porque son más vagos o ácratas o rebeldes o lo que sea.

En el lenguaje no hay dogmas, y menos en el escrito. Cada uno habla como quiere y el que eso pase a la posteridad dependerá de que tenga muchos o pocos seguidores. Gabriel García Marquez, el gran escritor, al que nadie negará el oro y el moro y el estilo, dijo ser partidario de acabar con la ortografía, nada de con “h” o sin “h”, con “v” o con “b” y así sucesivamente. Reconozco que puede haber tradición y belleza y estilo en ciertas conductas “lenguaraces” o del lenguaje, pero de ahí a que los dogmáticos nos obliguen a aceptar como dogma de fe lo que ellos creen y solo porque lo creen ellos, media un abismo. Vale no suprimamos la “h” y sigamos con la “b” y la “v”, pero que me fusilen por escribir de una manera u otra, eso tampoco. Lo del acento también es muy relativo, porque al hablar ponemos más énfasis en una sílaba u otra y al escribir podemos desear reflejar ese énfasis, pero de ahí a utilizar el acento como un garrote contra los que no se “acentúan” va también un abismo. Al fin y al cabo todo es pacto y acuerdo. Los primeros que hablaron se pusieron de acuerdo para llamar árbol al arbol, aunque también le podían haber llamado “arból” o “lobra” si nos ponemos finos y al revés. Una vez que dos se ponen de acuerdo, si llega otro es más fácil que pase por el acuerdo de los dos que no obligar a los dos a pasar por el acuerdo del uno.

Como estamos viendo esto del lenguaje es muy relativo, como todo en la vida. Nos vamos a poner de acuerdo en que lo que es tradición manda más y que lo que diga la RAE va a misa, pero nada más, no llamemos analfabeto al que escribe sin “h” ni diosecillo furioso al que escribe con “h”. Si todos estamos de acuerdo en que la “h” es importante, pues a disfrutar con la “h” y santas pascuas. Ahora bien, no censuremos ni neguemos a cada cual que experimente y busque su propio lenguaje, estilo, ortografía, gramática y hasta podemos dejarle que se meta el dedo en la nariz, siempre que lo haga en privado o con disimulo.

Y con esto damos por finalizado este preámbulo. Iremos viendo poco a poco a qué acuerdos llegaron nuestros ancestros e iremos encerrando en el redil a las ovejitas y a los corderitos, unos con “h” y otros sin, unos con “b” y otros con “v”- Pero lo importante será el estilo, que cada cual adapte el lenguaje a lo que quiera decir como un guante se adapta a cada mano. Pero sobre el estilo ya hablaremos más adelante.



EL LENGUAJE DE NUESTROS ANCESTROS





Al principio no se necesitaba un lenguaje muy depurado para comunicarse. Las necesidades eran tan básicas que no se necesitaban matices depurados ni exquisitos. Hambre bien se podría decir ÑAM-ÑAM. No se necesitaban verbos. Para qué decir “yo tengo hambre” cuando todo el mundo sabía lo que alguien quería decir cuando empleaba la palabra o vocablo “hambre”, o sea, en lenguaje primitivo ÑAM-ÑAM. El verbo se inventó más tarde, cuando el hombre primitivo alcanzó el concepto filosófico de tiempo. Y en cuanto al “yo”, “yo tengo hambre”, eso tardaría bastante. En realidad el concepto de “yo” es algo muy evolucionado que llegaría siglos o milenios después, cuando el filósofo Heideger dijo aquella tontería de que el hombre es un ser para la muerte. Solo muere el yo, por lo tanto a partir de ese momento se instauraría el yo en el lenguaje y ya no se apearía de ese tren. Y eso que las sociedades modernas son masificadas, la muchedumbre lo mangonea todo, el nosotros puede al yo y las democracias no son sumas de yoes, sino de nosotros enfrentados entre sí.

En aquellos tiempos primitivos no se elucubraba tanto, cada tribu que vivía en un lugar concreto inventaba un lenguaje concreto. Mientras unos llamaban ÑAM-ÑAM al comer, en otros lugares, más secos y áridos, podrían llamarlo GRUG-GRUG. Nadie sabe por qué se inventaron los lenguajes y cómo evolucionaron. Mis colegas listillos hablan del indoeuropeo como lengua madre, pero a mí, con perdón, me parece una tontería, en realidad el lenguaje nació porque uno de nuestros ancestros tuvo hambre y en lugar de llevarse la mano a la boca, para indicarlo, ese día estaba cabreado, muy cabreado y dijo GRUG-GRUG y no hizo gesto alguno. Al final tuvieron que comprenderle porque se lió a garrotazos con los que no le comprendían. El lenguaje fue una invención de los fuertes, como todo en esta vida. Los fuertes escriben la historia, antes inventaron el lenguaje, y dictaron las normas sociales. No conozco a un solo débil a una sola víctima que haya inventado algo. La ley del más fuerte domina la historia, la vida y el lenguaje. Y así nos encontramos con el lenguaje machista, porque los machos dominaban a las hembras, hasta que hoy reclaman la paridad y hacen muy bien, porque los machos sojuzgaron a las hembras durante milenios y ahora es justo que antes de igualarse nos sojuzguen a nosotros, los machos estúpidos. De ahí que la equiparación del lenguaje al sexo sea uno de los logros más asombrosos de nuestros tiempos. Las mujeres siguen cobrando menos en los trabajos y sufren toda clase de humillaciones machistas, pero eso sí, el lenguaje es “tela marinera”, tan importante que se cambia lo primero antes de cambiar nada, es prioritario.



El lenguaje primerizo fue el lenguaje de los fuertes, por eso era tan basto, tan agresivo, tan, tan… de todo lo malo. Luego llegaron los intelectuales, que no eran fuertes, pero eran listos y la historia cambió y el lenguaje cambió y todo cambió. Pero ya hablaremos de eso, porque hay para rato. 

EL LENGUAJE DE GRUÑIDOS



Los fuertes gruñían más que los débiles y sus gruñidos fueron aceptados por el resto de la tribu como vocablo pactado y aceptado. Los que no lo aceptaron fueron muertos y yertos a garrotazos. Las necesidades más elementales, básicas, de pura supervivencia conformaron el lenguaje básico por el que se rigieron nuestros ancestros. Si comida era ÑAM-ÑAM o GRUG-GRUG, según el territorio y la nacionalidad, el sexo fue ÑACA-ÑACA o FOKI-FOKI. Y así con todo. El lenguaje se acomodó al más fuerte del lugar, y en los lugares cálidos el lenguaje se hizo dulce, un estilo portugués-brasileño, muy cálido, muy sensual. En los lugares fríos, gélidos, todo el mundo estaba de mal humor y el más fuerte de peor humor que ninguno y se utilizó el lenguaje GRUG-GRUG.

Cuando una tribu derrotaba a otra le imponía su lenguaje, pero como el lenguaje cala mucho, tanto como el sexo o más, por mucho que una tribu sometiera a otra y la follara bien follada lo cierto es que el lenguaje permanecía en el cerebro de los sometidos (que no subconsciente porque entonces no existía algo tan complejo) y con el tiempo los lenguajes se fueron mezclando como el agua y el aceite, solo que mucho mejor. Así surgieron las ramas del lenguaje, como las otras, las ramas vegetales se complican conforme el árbol se hace más viejo. Y así del lenguaje indoeuropeo fueron surgiendo otras lenguas o lenguajes de los que todos hemos oído hablar. 

Si supiéramos leer en los ojos del de enfrente, en su rostro crispado o sonriente, si supiéramos leer las emociones en los gestos, el caminar, la expresión del rostro, la luz o las tinieblas de las miradas, el lenguaje no hubiera sido necesario y nunca se hubiera inventado. Algunos de mis colegas más pirados dicen que en realidad el lenguaje apareció sobre la faz de la Tierra cuando nuestros primeros ancestros perdieron el don de la telepatía y otras magias blancas y negras que fueron su patrimonio al principio de los tiempos. No necesitaban ni mirarse porque sus cerebros se comunicaban telepáticamente. Al perderse esas maravillosas facultades el cerebro se redujo y así los neandertales y cromañones tenían la cabeza grande y el cráneo pequeño. Luego llegó el homo sapiens y el cerebro fue creciendo de nuevo, con tanta información inútil como le metían dentro. La cabeza en cambio se hizo más pequeña porque no necesitaban convertir el cráneo en un baluarte para defender las ideas, les bastaba con que le salieran por las orejas. Y cuando les comenzaron a salir por la boca comprobaron asombrados que habían inventado el lenguaje sin darse cuenta.

Así pues, queridos alumnos de este curso de estilo, ortografía y lo que sea para escritores y no escritores, debo deciros que todo lenguaje es un pacto y que todo pacto puede romperse y que los fuertes someten a los débiles, pero los listos acaban sometiendo a los fuertes tontos. Y así el lenguaje va evolucionando. Pero no es sagrado. No es el lenguaje de Dios, es el lenguaje de los humanos, y como tal sometido a revisión. Al final de este cursillo les propondré unas cuantas revisiones que seguro les van a gustar mucho. Hasta tanto seguiremos con la historia del lenguaje, porque quien no aprende de la historia está condenado a repetirla.

martes, 26 de mayo de 2015

CRAZYWORLD XII (NOVELA HUMORÍSTICA)


CRAZYWORLD XIX

PRIMER ALMUERZO EN CRAZYWORLD Y VII




-Esto es una gran ciudad. Acabas de llegar, no puedes saberlo. Ya te iré mostrando todo con calma.


Observé que Alice reía con otras camareras, al fondo del comedor. Parecían muy felices y de vez en cuando miraban hacia nuestra mesa. Seguramente lo estaban pasando en grande a nuestra costa. El almuerzo estaba terminando y los pacientes salían con paso cansino hacia sus cuartos o hacia cualquier otro lugar. Aquí la prisa estaba de más y las normas parecían ser las imprescindibles, sino alguna menos. Maldije para mis adentros a Jimmy que siempre se las arreglaba para hacer enfadar a alguien, especialmente a mujeres, y especialmente a Alice. Por su culpa yo estaba a medio comer. Se lo dije enfadado a Jimmy y este, ni corto ni perezoso, se levantó, entró en la cocina y al cabo de unos segundos regresó con una bandeja.

-¿Desea algo más el señor o tiene bastante con esto?

-Gracias, Jimmy. No es por ofenderte, pero te iría mejor en la vida si incordiaras menos al personal, especialmente a Alice.

-Tú come y calla. Alice es cosa mía.

Y mientras yo le daba al diente El Pecas continuó con su delirante historia sobre Crazyworld. De vez en cuando comía algo del plato que había tomado de la bandeja. No tenía mucha hambre, deduje que pocas veces la tenía, a juzgar por su delgadez, su hambre iba dirigido hacia otros bocados, más exquisitos. Me prometió una visita a la ciudad de las putas, aunque esperaba que yo no tuviera que necesitarlas nunca. Un joven alto y guapetón no debería tener problemas en Crazyworld. Había suficiente mujeres para todos. Y al decir esto me guiñó un ojo.




Terminé de almorzar con toda la rapidez que pude, sin arriesgarme a sufrir una indigestión o forzar el vómito. El comedor se había quedado desierto y Alice no dejaba de charlar con las otras camareras, alzando la voz un poco más a cada minuto que pasaba. No dejaban de mirarnos mientras yo trasegaba como un muerto de hambre y El Pecas hablaba como un anacoreta que acabara de encontrarse con otro ser humano tras años de soledad. Yo no dejaba de alzar la vista a cada bocado y eso me ponía más nervioso a cada instante y me avergonzaba tanto que terminé por cortar abruptamente el monólogo de Jimmy.

-Ya he terminado. Creo que deberíamos irnos.

-¿Lo dices por Alice? Puedes seguir comiendo todo lo que quieras. ¿Tienes más hambre? Puedo ir por otra bandeja…

-No, déjalo. He comido como un león hambriento. No quiero reventar. Si te parece vamos a dar un paseo y me enseñas todo lo que puedas de Crazyworld. 

-Está bien. Pero si lo haces por esa “zorra” te juro que dejaremos de ser amigos.



Le juré que no era por ella, sino porque había llenado tanto el estómago que necesitaba caminar o explotaría. No sé si Jimmy me creyó o no, lo cierto es que se puso en pie y me empujó, cuando hice un amago de llevar la bandeja a la cocina. Salimos caminando por el pasillo central. El Pecas sacando pecho y sin la menor prisa, y yo tras él, como escondiéndome. No supe hasta un tiempo después lo que me estaba pasando. ¿Acaso sentía miedo de aquella preciosidad? No, no era miedo, creo que era angustia por enemistarme con ella y perder así la oportunidad de ser invitado a su lecho. Sin embargo en aquel instante no estaba preparado para admitir una debilidad semejante y preferí engañarme pensando que Alice era una mujer de armas tomar. Mejor pasar por un cobarde, un calzonazos, que admitir que iba a deprimirme mucho en aquel maldito frenopático si aquella hermosura me ponía mala cara.

Al pasar al lado de las mujeres Jimmy se rascó la garganta, como si tuviera algo en el conducto. Y a fe que lo tenía, y mucho, porque soltó un formidable un escupitajo o “japo” que se pegó al suelo como un enorme sapo, y allí se arrastró unos centímetros, hasta quedar justo a un dedo de la puntera del zapato de Alice. Sus compañeras soltaron un chillido histérico, luego escupieron un montón de sapos por la boca, que quedaron flotando en el aire tras de mí, y finalmente se echaron a reír con estruendosas carcajadas.

Yo me aparté un poco, tanto para no pisar el escupitajo verdoso como para ocultarme aún más tras la magra espalda de Jimmy. Hubiera deseado que la tierra me tragara y me dejara en medio del bosque de Crazyworld. Puede que allí me muriera de hambre, pero no de vergüenza. Cuando ya había concluido que aquel estúpido-zoquete me chafaría para siempre cualquier plan con Alice. Levanté la vista justo en el momento de notar una mirada clavada en mí. Era la camarerita linda, quien me observaba sonriente. No podía creer lo que estaban viendo mis ojos. Cualquier mujer te enterraría vivo en una situación semejante. Pero ella no, ella me guiñó un ojo al pasar, como diciéndome que todo tendría arreglo y que muy pronto seríamos íntimos.

¿Íntimos? Si yo no estaba loco, algo que ahora dudaba, lo que era seguro, sin el menor atisbo de duda, y lo que me estaba diciendo mi mente, muy lúcida en aquel momento, es que todos en Crazyworld estaban locos, incluido el personal.
Jimmy se volvió, retó a Alice con la mirada, y allí se quedó un minuto, echando fuego por las rendijas que eran sus ojos. Yo aproveché para salir al hall y observar la escena escondido tras el quicio de la puerta.

Continuará.

EL BUSCADOR DEL DESTINO II (NOVELA HUMORÍSTICA)



EL BUSCADOR DEL DESTINO II




Luego recordé que eso era lo que me había dicho el último psiquiatra, una preciosa mujer de pechos rotundos. Me vino a decir que yo era un apático nato y que con tal de no tomar decisiones, de no hacer nada, era capaz de inventarme la Biblia en verso. Una psicosis, una esquizofrenia, una bipolaridad, un delirio catatónico inaprehensible, lo que fuera. No quise recordarle que todo aquello se lo habían inventado otros, sus colegas. Y no lo hice porque tal vez el destino me recompensara poniendo aquellos pechos maravillosos en mis manos de pitecántropo erecto.

Inicié mi carrera de buscador del destino en aquella bolera, perdida en una llanura sin puntos cardinales, aunque creo que ya había iniciado aquel camino al nacer, solo que de forma inconsciente, ahora lo hacía lúcidamente, como un fiat lux en medio de las tinieblas.

Buscaría a mi destino para ajustar cuentas y tal vez antes de que me descerrajara un tiro entre las cejas (era un pistolero mucho más rápido que yo) me pusiera cerca de la piel una hermosa mujer desnuda, como la última cena que sirven caliente a un condenado a muerte.

Aquella tarde fui a ver aquella película que había visto ya, pensando que el destino pondría en la butaca e al lado a una bonita chica, sensible, comprensiva y charlatana. No ocurrió nada, regresé a casa por la autovía, en medio de la noche, salí de ella por la salida más lejana, pensando que mi sagrada misión en la vida era ponerle al destino las cosas difíciles. Nada de rutinas previsibles y adormecedoras, siempre alerta para enfrentarle al menor descuido por su parte, esperando que se le trabara la mano en la cartuchera y así yo podría descerrajarle un certero disparo de mi colt de plata entre ceja y ceja, en uno de cualquiera de sus millones de ojos aviesos.

Aquel día no ocurrió nada, ni al siguiente, ni al siguiente del siguiente del siguiente, pero no me desesperé, debo decir que ni siquiera me inmuté. Iba al trabajo cada día, por una ruta distinta, salía a tomar café a horas imprevisibles y lo hacía en alguna cafetería al azar, sin elegir, sin rutinas, sin rotaciones.

Me engañaba a mí mismo sabiendo cuando no me apetecía salir de casa o quedándome cuando me apetecía salir. Me llevaba siempre la contraria pensando que si el destino me había castigado por seguir mis inclinaciones, me premiaría si me llevaba siempre la contraria. Y si no me premiaba, al menos sería más fácil pillarle descuidado si dejaba de ser previsible.

Me transformé en un implacable cazador, siempre observando a su presa, siempre acechándola, escondido entre la maleza del camino. Habría tenido éxito con otra presa, con cualquiera, antes o después, pero el destino era un implacable cazador, un infernal acechador. La lucha se convirtió en una guerra de Titanes, solo que el destino era una de las fuerzas poderosas que rigen el universo y yo un idiota que se creía un dios.

No por ello tiré la toalla, como un boxeador muy castigado, que ya no puede ver porque tiene las cejas abiertas y sangrantes. En mis zizzagueos en busca del destino me encontré con mujeres a las que jamás habría encontrado si el destino no me las hubiera puesto a huevo. Pensé eso, que si el destino me ponía a huevo a las mujeres yo solo tendría que hacer el trabajo fácil, acercarme a ellas y llevármelas a la cama.

No lo conseguí con ninguna, pero continué en mi acechante batalla con el destino. Cada día era una aventura imprevisible. Los fines de semana colocaba en el maletero mi equipaje, siempre el mismo, siempre preparado, la ropa recién lavada y planchada. Solo tenía que bajar a la cochera, subir al coche, darle al encendido y apretar el acelerador. No sabía con antelación si al salir giraría a la izquierda o a la derecha, si recorrería cien kilómetros o quinientos, por cualquier autovía o por alguna carretera secundaria. Nunca reservé habitación, ni por teléfono ni por Internet. Nunca me paraba a comer en los sitios que me llamaban la atención. Buscaba al destino y éste era un experto cazador, un zorro viejo. No cesaba de tenderle trampas, día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo.

Incluso cuando me conectaba a Internet le tendía trampas al destino. No me conectaba a la misma hora, lo hacía cuando me apetecía y nunca me apetecía si preveía que el destino iba a pensar que lo deseaba. El destino conocía mis pensamientos y emociones, por eso lo engañaba sintiendo lo que no sentía y pensando lo que no quería pensar. En Internet nunca visitaba las mismas páginas, nunca repetía viejas rutinas ni miraba en el historial las que ya había visitado. Lo mismo visitaba una página de contactos y ponía un perfil surrealista que entraba en un foro sobre la conducta de las mariposas en la Selva Negra. Contestaba a cualquier correo spam que me llegara, sabiendo que el destino conocía muy bien que ni el más tonto lo haría. Me dejé timar por timadores de pacotilla que utilizaban timos que conocían los párvulos. Me hice el tonto porque eso era lo último que esperaba de mí el destino, sabiendo que era listo y me vanagloriaba de ello.

Me hice el listo con los tontos que me consideraban tonto y los traté como tontos porque se creían listos. Me hice el tonto con los listos que se las sabían todas. Diseñé una estrategia para enfrentarme con el universo que no es otra cosa que un laberinto-trampa diseñado por el destino.




Y no pasó nada... nada... día tras día, semana tras semana, mes tras mes... Era algo insólito, inexplicable, milagroso, maligno. A todo el mundo le ocurre algo de vez en cuando, hasta a mí. Se te pincha una rueda por una carretera secundaria, lejos de cualquier población. Alguien te pone la zancadilla al pasar por su lado, sin querer, y te esmorras. Una mujer tropieza contra ti, sin querer, al girar en la esquina. O te ponen una multa en el lugar más inesperado, donde nadie lo esperaría, en llano, con total visibilidad, sin la menor posibilidad de que un coche de civiles esté por allí camuflado. O el ordenador se bloquea en el peor momento, cuando no puedes guardar algo importante que se perderá para siempre y que tardarás días o años en rehacer.

A todo el mundo le ocurre, a mí me pasaba casi con más frecuencia que a los demás. Pero dejaron de pasarme esas cosas. Mi vida se transformó en algo muy aburrido. Era como si el destino manejara los hilos de mi vida, intentando que la rutina terminara por ahogarme.

Y de pronto, al cumplirse el primer aniversario de mi decisión de la bolera, todo cambió...Sentí el aliento del destino en la nuca. Si me olvidaba el móvil en casa sabía que pincharía una rueda, o las cuatro, en un lugar desierto o tendría un accidente contra mí mismo o contra un árbol y este no podría llamar a la grúa porque los árboles no tienen móviles. Si no me olvidaba del móvil alguien me llamaba cuando iba conduciendo y yo contestaba sin dudar porque pensaba que el simple hecho de que alguien me llamara era un milagro y uno contesta siempre a los milagros, esté haciendo lo que esté haciendo. Y era un milagro que los civiles de tráfico me vieran entre un tráfico tupido y me calcaran una multa.

Mi vida comenzó a ser más peligrosa que la de un asesino a sueldo. Me transformé en un paranoico y con razón. No era posible que se me estropeara el frigorífico, el televisor, el ordenador, la vitro, la campana extractora, el termostato de la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano... todo a la vez, bueno, no, uno detrás de otro, con intervalos de diez segundos contados por mi mente y luego ladrados por la boca, contraída en un rictus. Cuando pasaba la calle miraba a la izquierda y luego a la derecha y otra vez a la izquierda y de nuevo a la derecha. Ni un solo coche, y de pronto ponía un pie en el asfalto y un coche pasaba a toda velocidad, a punto de atropellarme. Me arreaba un susto de “muete”. O cruzaba una calle desierta por donde no había paso a nivel y un policía local salía de la nada y me calcaba una multa.

Me había encontrado con una preciosa vecina todas las semanas, al menos una vez, los lunes, a las ocho de la mañana. Pues bien, dejé de verla y no porque se marchara, escuché a unos vecinos hablar de ella y continuaba habitando en mi misma planta. Contestaba a cualquier llamada a cualquier hora, en cualquier lugar, estuviera haciendo lo que estuviera haciendo... pues bien, dejaron de llamarme. Me bajaba al asfalto al girar las esquinas, para evitar chocar con alguien... pues bien, todo el mundo parecía haber pensado lo mismo que yo y siempre tenía yo la culpa y me veía obligado a pedir disculpas. Si alguna vez alguien no chocaba conmigo le seguía con discreción, como un detective privado, por si iba a encontrarse con el destino, quien le premiaría con cualquier chuchería.

Comencé a actuar como un loco imprevisible, loco ya lo era pero previsible. Comencé a hacer todo aquello que alguien que me conociera bien nunca habría esperado de mi y lo que cualquiera que no me conociera pensaría que era una amenaza a su integridad física o moral. Me convertí en un hombre imprevisible, incluso para mí, sobre todo para mí. Sabía que el destino acechaba mis pensamientos, mis emociones, mis deseos más ocultos. Decidí que si mis pasos, mi caminar eran previsibles, un paso tras otro, entonces el destino sabría a dónde iba, por eso aprendí a caminar de forma aleatoria,, unas veces me lanzaba a galopes desenfrenados, inesperados, como si fuera un corredor en las Olimpiadas, o un hombre desesperado que busca alcanzar la meta, sea ésta la que fuere, o como si llegar a un sitio determinado fuera cuestión de vida o muerte. En otras ocasiones, siempre de forma aleatoria, actuaba como un parapléjico que hubiera recobrado la movilidad de forma milagrosa, pero a quien le costara recordar cómo se caminaba. Lo hacía hacia atrás o me movía hacia la derecha o hacia la izquierda, los pies en línea horizontal perfecta.

En mi apartamento actuaba como un paranoico o como un poseído por el demonio, porque lo de paranoico ya lo he dicho antes. Nunca cocinaba a las mismas horas, los mismos días. La vitro, servidora del destino, me acechaba y entonces yo, ¡zás!, la encendía cuando estaba descuidada y me ponía a cocinar platos que nunca había cocinado antes y que leía en un libro electrónico de recetas y luego olvidaba, para que el destino no previera el posible menú.

Por las noches me acostaba a horas imprevistas, leía un poco o un mucho en el libro electrónico, cerraba los ojos como si estuviera muy cansado y de pronto, ¡zás!, apagaba la lámpara de la mesita de noche que no se lo esperaba y se llevaba un susto de “muete”. Engañaba al sueño y me dormía cuando menos se lo esperaba. Me despertaba de forma aleatoria y comenzaba mi actividad cuando menos podía preverlo el apartamento, cuando más descuidado estaba. Yo era un hombre aleatorio, incluso para un apartamento avisado y con mis ojos. Podía acercarme al frigorífico a beber, deprisa o como un zombi, lo abría tras unos momentos de vacilación, nunca los mismos y bebía de cualquier recipiente, aleatoriamente. Eso sí, no dejaba la botella de lejía en el frigorífico. Procuraba no tener ese despiste, no fuera que el destino se aprovechara y me descerrajara un tiro entre los ojos. Sabía que él esperaba que yo acabara matándome, incluso de forma dolorosa, incluso bebiendo lejía, por eso decidí no quitarme la vida, ni lo intentaba, mucho menos en formas previstas por la psiquiatría, tampoco pensaba en métodos imprevisibles.

Mi vida era tan intensa que descansaba en cualquier lugar,de pie, con el ojo derecho abierto, y cuando era lógico que abriera el derecho lo cerraba y abría el izquierdo o cerraba los dos o me iba a la cama, o me echaba la siesta en el sofá. La intensidad era tal que me estaba destrozando la vida, por eso clamé al destino y no me oyó... Bueno, no me oyó cuando yo quería, porque de pronto dejó de jugar conmigo al escondite y me preparó una buena. Quieres caldo, pues toma dos tazas, quieres que el destino te ahogue, pues te tira al mar, te hunde hasta el fondo y deja que mires los peces de colores. Porque eso fue lo que ocurrió. Un día... un día cualquiera, cuando ya no sabía qué hacer para engañar al destino... cuando tenía los nervios destrozados de tanta intensidad y concentración... ocurrió lo imprevisible, lo que no sucede nunca, lo que solo les ocurre a los otros, a los demás, a los que acaban saliendo por televisión o siendo encontrados en un basurero. A los otros, siempre a los otros... y esta vez me ocurrió a mí.


Continuará


EL BUSCADOR DEL DESTINO I (NOVELA HUMORÍSTICA)

NOTA INTRODUCTORIA

Creo que fue en uno de los episodios de diario de un enfermo mental cuando hablé de esta idea, que surgió de la nada, y a la nada volvió, dando coletazos. Me prometí no forzar la creatividad, no lo hagas, Cesarito, que luego te arrepentirás, siempre te arrepientes cuando te pasas de listo. La verdad es que la había dejado aparcada en el parking subterráneo de mi mente pero durante la fiesta de la Concepción, Inmaculada, me fui a ver una película, cualquiera, y de pronto, en una bolera, cerca de unos minicines, alcancé la iluminación. El destino me habló y supe que esta historia iba a ser lo más divertido que había escrito nunca. Me puse a ello en la bolera, las chicas guapas no me miraban, los bolos caían y el destino hablaba en susurros, y yo me reía, lo estaba pasando divinamente. Y como no puedo guardar nada en silencio, esconderlo para que nadie lo vea, esconderme yo, a ver si dejo de dar la lata de una vez, decidí compartir mi regocijo con mis colegas. Ya que comparto mis penas bien puedo compartir el regocijo y una jarra de cerveza, por pedir que no quede.




EL BUSCADOR DEL DESTINO





NOVELA DELIRANTE

I

CÓMO ME OPUSE AL DESTINO

No sé porqué razón estuve siempre convencido, incluso desde niño, puede que de bebé, hasta es posible que en el vientre de mi madre también pensara lo mismo, de que el destino me había jugado una mala pasada al obligarme a nacer. Desconozco si antes de nacer existimos o si la cigüeña nos trae de la nada; ignoro si alguien me dijo algo de la vida que me esperaba o tal vez mis delirios comenzaran como feto. Puede que me emborrachara con la sangre de mi madre, aunque por lo que escuchaba a escondidas, siendo niño, había nacido en una familia perfectamente normal, siempre y cuando se considere normal a todo aquel que siga las normas.

Años más tarde, bastantes años más tarde, descubrí en una terapia hipnótica, que había logrado, retorciéndome como un gusano, enredar el cordón umbilical alrededor de mi cuello. Cuando el terapeuta me preguntó por qué lo hacía, respondí, sin dudar y no por impulso de la hipnosis (que no coartaba mi libertad lo más mínimo, salvo cuando el hipnotizador me daba una orden a la que no podía oponerme) que no deseaba vivir, y lo dije con rabia. Hubiera querido profundizar más pero comprendí que no podía hablar si él no me preguntaba.

Fueron mis padres los que me obligaron a la terapia hipnótica, aunque yo no quería, en realidad nunca quise nada, pero tampoco me opuse a nada, nunca, ni en las situaciones más extremas, ni siquiera me habría opuesto a tirarme por un precipicio si a alguien se le hubiera ocurrido proponérmelo. Desde niño fui muy apático, actuaba a impulsos de órdenes ajenas y cuando pretendía tomar alguna decisión propia siempre estaba demasiado cansado para planteármelo siquiera. Mis padres me decían que yo era un vago (la palabra apático les llamó una vez la atención pero ni siquiera preguntaron qué significaba), un dejado de la mano de Dios. No entendían de dónde había salido y mi padre bromeaba con mi madre y mi madre se enfadaba y le contestaba que le iba a poner los cuernos de verdad, para que se enterara de lo que valía un peine, que por cierto, desconozco a cómo estaba el kilo de peine, aunque durante mi infancia se pagaban en pesetas, o incluso en reales o perronas.

Creo que el de vago fue el primer diagnóstico que me hicieron en la vida, pero el que vale fue el que me hizo un psiquiatra al que al parecer caía bien, menos mal, porque pretendió dejarme encerrado de por vida, si le caigo mal me tortura como dicen que la CIA torturó en Guantánamo. Es cierto que luego cambió su diagnóstico, y solo Dios sabe porqué fui calificado de bipolar y luego me hicieron pasar a esquizofrénico, así, sin más, para terminar –también de paso, en la vida todos estamos de paso- como depresivo-compulsivo-delirante y alucinante.

A estas alturas de mi vida, cuando me volví compulsivo y dejé de ser vago y apático, ya vivía solo, en un apartamento en el que tenía que entrar de perfil. Tenía un trabajo al que mimaba como a las niñas de mis ojos, a las que había puesto gafas para pasear, y me había olvidado de los diagnósticos, las etiquetas y de toda la parafernalia infernal que rodea a los enfermos mentales como el fuego a los condenados en el infierno.

Bueno, olvidar, olvidar, uno nunca se olvida de ciertas cosas, pero casi. A ratos perdidos, cuando me aburría, me divertía diagnosticándome y lo pasaba muy bien. De esta diversión me sacó una mujer que apareció en mi vida como un milagro, uno de esos milagros que tocan a sorteo entre los menos agraciados por la vida, como si esta quisiera lavar su conciencia con aguarrás. Me enamoré, me casé, tuve una hija y cuando ya me había convencido de que era una persona perfectamente normal, tuve una crisis, comencé a hacer tonterías y de pronto, casi sin darme cuenta, me encontré divorciado de una mujer maravillosa, de una hija más lista que el hambre y de un pasado al que había cobrado un cierto cariño, aunque en el fondo nos odiáramos cordialmente.

Nunca comprendí las razones de aquella mujer para enamorarse de mi, ni sus razones, ni sus emociones, ni nada de nada. Nunca comprendí nada, ni del amor ni del odio, ni de la vida ni de la muerte, ni mucho menos comprendo quién soy yo, por qué sigo vivo aún y por qué el destino ha jugado conmigo como un demonio con el nuevo huésped del infierno.

Fue por eso y por otras varias razones difíciles de explicar y digerir, sin haberlo comido ni bebido, que un día me puse a buscar al destino para ajustar cuentas, como a un pistolero que hubiera matado a mi familia, y me persiguiera, emboscado, emprenda yo el camino que emprenda.

No sé por qué lo hice, ni cómo lo hice, ni siquiera sé si lo hice. Una tarde, en una bolera, tomando una cerveza mientras esperaba que comenzara la sesión de cine en unos multicines cercanos, tomé una decisión que cambiaría mi vida. Tal como ésta se había desarrollado, cambiarla era tan elemental como fácil, estimado doctor Watson. Debí haberlo hecho antes, ahora soy ya un vejestorio, de huesos dolidos, sin corazón y con una mente que juega conmigo al escondite inglés, todos los días y a todas las horas.

Creo que fue un simple gesto, como una moneda que se tira al aire, el que me llevó por un camino insólito que ningún otro humano ha recorrido nunca, al menos que yo sepa, salvo el tonto de Edipo, que no pudo caminar mucho porque se había cegado con sus propias manos.

Aquella tarde salí de mi apartamento, sucio y cubierto de telarañas y naftalina, y me dirigí al pueblo más cercano porque en el mío ya no quedaban espectadores, se los había comido alguien, el sacamantecas o tal vez la crisis. Miré la cartelera sin verla, pregunté al taquillero por las sesiones y como las películas que me gustaban comenzaban a partir de las diez o veintidós horas, para ser más precisos, escogí una al azar. Resultó que ya la había visto. Lo supe cuando me dirigía la bolera cercana para tomarme una cervecita mientras hacía tiempo. Allí, en la encrucijada de mi vida, tomé una decisión. Elegí entre cambiar la entrada para otra película, regresar a casa sin ver cine o ver una película que ya había visto, solo porque el destino lo quería así.

En la bolera había chicas guapas que no me miraron como a un marciano, no me acerqué a ellas porque había decidido que no haría nada, que todo lo dejaría en manos del destino. Luego recordé que eso era lo que me había dicho el último psiquiatra, una preciosa mujer de pechos rotundos. Me vino a decir que yo era un apático nato y que con tal de no tomar decisiones, de no hacer nada, sería capaz de inventarme la Biblia en verso. Una psicosis, una esquizofrenia, una bipolaridad, un delirio catatónico, daba igual lo que fuera. No quise recordarle que todo aquello se lo habían inventado otros, sus colegas. Y no lo hice porque tal vez el destino me pudi8era recompensar poniendo aquellos maravillosos pechos en mis manos de pitecántropo erecto, o a punto de sufrir una erección.

Inicié mi carrera, como buscador del destino en aquella bolera, perdida en una llanura sin puntos cardinales, aunque creo que en realidad ya había iniciado aquella carrera al nacer, solo que ahora me había hecho consciente, como una especie de “fiat lux” en medio de las tinieblas.

Buscaría a mi destino para ajustar cuentas y tal vez antes de que me descerrajara un tiro entre las cejas (era un pistolero mucho más rápido) me pusiera cerca de la piel una hermosa mujer desnuda, como la última cena que sirven caliente a un condenado a muerte.

Continuará.